28 de marzo de 2016

Uzbekistán - Khiva - Al Khwarizmi - Madraza Sha Qalandar Bobo - Ota Darvoza


La mítica Ruta de la Seda

Ya he comentado algo sobre la Ruta de la Seda durante el viaje por el país, pero ahora es el momento de desarrollarla un poco más. Durante siglos las grandes civilizaciones de Oriente y Occidente estuvieron conectadas por esta mítica ruta, una red frágil de rutas comerciales que atravesaban las montañas más altas y los desiertos más inhóspitos de Asia. El corazón de este comercio era Asia Central, cuyas ciudades crecieron prósperamente. Comerciantes, peregrinos, refugiados y diplomáticos viajaron por la ruta, intercambiaron ideas, bienes y tecnología, en la que se ha sido llamada por la historia como “la autopista de la información” (que privilegio el que formó parte de ella).

No había una única ruta, las rutas cambiaban todos los años dependiendo de las condiciones locales, ya que podían verse afectadas por la guerra, los ladrones o por desastres naturales. Las rutas del norte estaban plagadas de jinetes nómadas y además existía una falta de asentamientos para suministrar viandas y asistencia. Las rutas del sur atravesaban duros desiertos y pasos de montaña que en el invierno estaban congelados.

Aunque la ruta se fue ampliando durante siglos, su principal punto al este era la ciudad china de Chang’an (hoy Xi’an, y sus increíbles guerreros de terracota), y se extendía hasta llegar a Irán y Constantinopla, para terminar en Roma e incluso en España. Las ramas principales de la ruta se dirigían hacia el sur, a la India, y al norte, al Khorezm y el Volga ruso, a través de la estepa.

La seda no era el único comercio que se ejercía en la Ruta de la Seda, también se comerciaba con oro, plata, marfil, jade, lana, cuernos de rinoceronte, conchas de tortuga, cristal del Mediterráneo, pepinos, nueces, granadas, melocotones dorados de Samarcanda, sésamo, ajo, uva, vino, avestruces, porcelana, papel, té, jengibre, ruibarbo, bambú, laca, especias arábigas, incienso, hierbas medicinales, gemas, perfumes…

En medio de Oriente y Occidente estaba (y está por supuesto) Asia Central, que proveía de caballos y camellos bactrianos de dos jorobas para transportar las mercancías y los mercaderes.

En este fluido comercio un viajero de nombre Marco Polo contó maravillas de un mundo que la mayoría de Europa desconocía, sobre reinos cuya abundancia y delicadeza eran ignoradas, citó lugares, costumbres, animales y edificios que el tiempo fue borrando. Cuando en el siglo XIX se acuñó el término Ruta de la Seda se hizo principalmente basándose en las impresiones del mercader veneciano.

Tanto Bukhara como Khiva se levantaron como centros de intercambio en torno a oasis, a medio camino entre el rigor del desierto de Karakul y las Montañas Celestiales, Tian Shan. El agua se transportaba a estas ciudades mediante canales, que se acumulaba en estanques, donde a veces se estancaba (ocurría más veces de lo deseable) y se volvía ponzoñosa, siendo una frecuente causa de epidemias. Tras la llegada de los soviéticos, se suprimieron los estanques y se renovó el sistema de riego.

En un tiempo en que las distancias eran enormes y se necesitaban muchos días para ir de un lugar a otro, fue necesario inventar algo para paliar las necesidades de los viajes. El transporte se efectuaba a lomos de caballos, mulas o camellos. Así surgen los caravasares o caravanserais, palabras que derivan del persa gayrawan (caravana) y sara (habitación); pronto se convertirían en lugares indispensables para descansar y recuperar fuerzas, así como para protegerse de los temibles bandidos que asolaban las rutas comerciales.

Desde Turquía hasta China, pasando por Irán y Asia Central, se encuentran restos de estas antiguas posadas, algunas en estado de ruina y otras han sido restauradas para reutilizarlas como alojamiento, restaurante, o para uso comercial –o las tres a la vez-. A menudo se construían a intervalos de un día de camino. Byron en Viaje a Oxiana escribió: “… nos acompañó a un caravasar contiguo al bazar principal, un viejo enclave de aspecto toscano y rodeado de arcos de madera, donde todos tuvimos nuestra habitación, tantas alfombras como quisimos, una jofaina de cobre en donde lavarnos y un criado barbudo calzado con botas altas de enormes tacones que abandonó su fusil para ayudarnos en la cocina”.

Pierre Loti, otro escritor enamorado de Oriente, muy ligado a Estambul, escribe su llegada a un caravasar en el relato Hacia Ispahán: “Un parador desmoronado, pero de tal modo monumental, que ningún atrio de basílica podría compararse en dimensiones a esta entrada revestida de mayólica azul”.

Pero para gustos los colores, y Robert Whitney Imbrie, vicecónsul de Estados Unidos en Turquía, recorrió el país en los años veinte del siglo XX y escribió cómo su intérprete le prometió llevarle al más afamado alojamiento, y se sintió apesadumbrado, pues no creía que sus gastadas y sufridas ropas de montar fueran las más apropiadas para un hotel de lujo. Al entrar en el patio del caravasar vio caballos, camellos y otros animales y pensó que se trataba de un establo, pero su sorpresa fue grande cuando el intérprete le señaló que aquel sería el lujoso hotel donde pasarían la noche.

Inexpugnables por fuera, cálidos por dentro, el caravasar era el único alto seguro en el desierto. Su diseño arquitectónico suele tener forma cuadrada o rectangular, y casi siempre están construidos en adobe. Su perímetro está amurallado como si de un fuerte se tratara. Para acceder al recinto, al patio central, hay una única entrada protegida por una grandiosa puerta que por la noche se cerraba y era vigilada por un cuerpo de guardia. En los laterales, los pórticos dan acceso a diferentes habitaciones más o menos amplias que se utilizaban para los viajeros, animales, almacenes, cocina… A menudo una escalera lleva al piso superior, donde se encuentran los dormitorios de los viajeros y de las personas que atendían y vigilaban el caravasar.

Un detalle importante del caravasar es que todas las ventanas y puertas se abrían mirando al patio, ninguna hacia el exterior, claramente con la idea de convertirlo en un fuerte inexpugnable. Adosadas a las cuatro esquinas se construían torres de vigilancia.

La vida en el interior de los caravasares era generalmente muy animada. Unas caravanas llegaban con gran bullicio y otras partían. Lo primero que hacían los recién llegados era aligerar la carga de los animales y acomodarla. A veces, el patio central se transformaba en un gran bazar donde los comerciantes exhibían sus mercancías para la venta. Por la noche, la actividad era más relajada, siendo el momento de transmitirse útiles y valiosas informaciones sobre las apartadas regiones que tenían que recorrer, así como el momento de fumarse una pipa de agua (narguile) y escuchar a los contadores de cuentos que por unas monedas entretenían a los huéspedes con sus divertidas historias.

El número exacto de caravasares construidos en la Ruta de la Seda es muy difícil de precisar; la mayoría fueron construidos entre finales del siglo XVI y principios del XIX. Solo en Irán, el rey Shah Abbas mandó edificar alrededor de un millar.

A finales del siglo XIX, con la aparición del motor, los caravasares comenzaron su declive, ya que las distancias se acortan y no hacen falta tantas jornadas de viaje. Los animales son reemplazados por grandes camiones. Así, los caravasares se convierten en una reliquia del pasado, y una utopía del presente para los viajeros de ahora.

Tras esta introducción, para comenzar oficialmente la Ruta de la Seda Oyott tras nuestro paseo acelerado por la ciudad se para en una plaza en la que hay un mapa de esta ruta con las ciudades más importantes por las que pasaba; mapa en el que destaca la mala ubicación de Granada, más situada a la altura de Valencia, y además en el interior. 


La plaza es una amplia explanada en la que destacan diversos edificios a su alrededor, por lo que no sabes si escuchar al guía o perderte con la mirada y dejar que los pies te lleven donde quieran. En la fotografía, a la derecha, una fachada lateral de la madraza Mohammed Amin Khan, y al fondo la fortaleza Kunha Ark, con su Torre del Vigía.


En la plaza está la estatua de Al Khwarizmi o Al Khorezmi, latinizado como Algoritmi o en español como Al-Juarismi, estos dos nombres ya dan el indicio de a qué se dedicaba: matemático, astrónomo y geógrafo que escribió más de veinte libros. Sobre su lugar de nacimiento, en el año 783, hay dudas y discusión; para algunos, fue en Bagdad, donde vivió y murió, pero como nosotros estamos en Uzbekistán, aquí se apuesta por su nacimiento en esta bella ciudad, Khiva, más bien en sus alrededores. A Al Khwarizmi se le deben los nombres de guarismo, algoritmo y álgebra, y fue el que introdujo nuestro sistema de numeración decimal.



Frente a la plaza, en la zona de la ciudad fuera de las murallas, Dichon Qala, que tenía sus propias murallas, la madraza Sha Qalandar Bobo y su minarete de 18 m de altura, construidos a finales del siglo XIX. Ambos se encuentran junto a la tumba del jeque Qalandar Bobo, un sufí que llegó a la ciudad con dos hermanos y se quedó aquí, enseñando su fe. 


Junto a la plaza se encuentra otra de las entradas en la muralla a Itchan Qala (la ciudadela), la puerta oeste, Ota Darvoza, la Puerta Padre, que es por la que generalmente se entra a la ciudad, y donde por supuesto se paga entrada, con la ventaja que vale para dos días y para la mayor parte de los lugares a visitar (si entraran todos ya no sería negocio) así como el derecho de realizar fotografías. La puerta resulto destruida por el terremoto de 1920 –otra versión es que fue derribada por los soviéticos para permitir el paso de los vehículos- y se reconstruyó en la década de 1970. En el interior de la puerta había habitaciones para los vigilantes. 


En el interior de la puerta no solo se adquieren las entradas para la visita, también hay un amplio abanico de productos a la venta. 


Nada más pasar la puerta, en el muro hay un mapa de Itchan Qala en azulejos turquesas, todo un detalle del mundo de color de Uzbekistán. 


Ahora comenzaremos a visitar Itchan Qala, cuya restauración comenzó a realizarse durante la época soviética. 


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